Es común que los administradores de las sociedades en dificultades agoten hasta las últimas posibilidades para evitar la solicitud de concurso de acreedores.
Dicha forma de actuación choca frontalmente con la regulación de la Ley Concursal, que permite solicitar la declaración de concurso en el momento en que se atisban los primeros signos de que finalmente será esa la única salida e impone dicha obligación en un plazo de dos meses desde que aparezca la situación de insolvencia. El incumplimiento de la obligación de solicitar la declaración de concurso se sanciona por la Ley con la presunción de la culpabilidad concursal del deudor o los administradores.
Con independencia de otros efectos no menos importantes, la principal consecuencia de la declaración de culpabilidad en el concurso será la posible responsabilidad personal por las deudas sociales que podrá imponer el juez mercantil, de tal forma que se verá afectado no sólo el patrimonio social, sino también el propio de los administradores.
La magnitud de las posibles sanciones, unida a las ventajas que respecto del deudor o los administradores sociales tiene el concurso voluntario frente al necesario, aconsejan abordar con especial cautela las soluciones que suelen buscarse a corto plazo en aras a evitar la solicitud de concurso.
Cualquier refinanciación, reestructuración empresarial o reordenación de activos debe adoptarse teniendo en cuenta cuáles son las previsiones a medio plazo. Una falta de previsión o un excesivo optimismo pueden llevar a actuaciones que, lejos de suponer una mejora de la situación, se convierten en rémoras para la marcha de la actividad y colocan la primera piedra que permita calificar el concurso como culpable.